Las Amapolas, parte I

Alexandra Swain
5 min readOct 28, 2020

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El número 6 de nuestra calle siempre ha sido un tema, con su jardín cubierto de malezas, árboles secos que apuntan con ramas acusatorias a los niños que se atreven a entrar, y las pocas hojas que de alguna forma llegan al jardín durante el otoño forman una gruesa capa en descomposición a la sombra.

Lo peor son todos los rumores que la rodean. Los gatos perdidos, olores extraños, y ruidos que no parecieran tener explicación. No ayuda que la presidenta del condominio pareciera no tener nada más que hacer con su tiempo libre que espiar esa casa y recordarnos que las malezas son la peor afronta que se puede cometer en el condominio Las Amapolas.

Nuestro condominio tiene sus años ya. Muchas familias han ido y venido, dejando largas historias detrás. Las ventanas de las casas son verdaderos ojos que han visto de todo, penas y alegrías, matrimonios, nacimientos, y una que otra muerte. Pero más que esas ventanas y más que la honorable Kena, Presidenta electa del condominio Las Amapolas, a quien no se les pasa una es al grupo de las Abuelitas. Una verdadera institución que se encarga de mantenernos informados a todos.

– … llegó con un auto nuevo, y rojo más encima. –

– Si lo vi Gabi, un espanto, que quieres que te diga. — contesta Graciela en un susurro lleno de desaprobación.

– Bueno, está llegando a esa edad ya… — suspira la Gabi — Alina, mijita ¿qué hace tan cargada, fue a la feria hoy día? ¿Por qué no se consigue un pololo para que la ayude con esas cosas tan pesadas? –

– Hola señora Gabi, señora Graciela ¿cómo están? — les respondo ignorando la mitad de lo que me dicen, como siempre, al tiempo que acomodo mi canasto. Esas Abuelitas debiesen conseguirse un mejor panorama que estar cagüineando todo el día.

– Aquí Alinita, solas porque los nietos no vienen nunca, dicen que no tienen tiempo porque están jugando con un reloj — se queja la Gabi.

– ¿Un reloj? Si tuviesen relojes se harían el tiempo amiga — la reta la Graciela.

– Eso dijeron, que tenían que ver el tic toc –

Ay las Abuelitas, tan pendientes de todo, pero siempre se les pasa algo, pienso riendo para mis adentros. Mi plan es dejarlas discutiendo acerca de los niños y el Facebook que tiene a todo el mundo obsesionado. Mientras empiezo a repasar mi lista de pendientes para hoy en la noche, algo que dice la Gabi me llama la atención.

– ¿Qué dijo señora Gabi? –

– Que a la Kenita de nuevo le dio con la casa 6, ahí anda gritando porque a su Colombita se le perdió el gato de nuevo y que las brujas de la casa 6 se lo comieron. Si quieren mi opinión, yo creo que esa Colombita necesita un par de palmadas en el traste y ¡santo remedio! –

– Pero mi niña, ¿por qué esa cara? Son bromas no más… — me dice la Graciela, sus delgadas cejas dos orugas preocupadas sobre sus ojos.

– Si, si, no se preocupe. Qué estén bien. — Apuro el paso y dejo a las Abuelitas quejándose de los niños ¿por qué no se consiguen algo mejor que hacer?

Mi canasto lleno de la Vega es un verdadero peso muerto en mis brazos, lo que dificulta más la tarea de abrir la puerta con dedos temblorosos.

Ya dentro de la seguridad de mi casa, cuidadosamente dejo el canasto en la mesa. Todo lo que está dentro es esencial para hoy en la noche, nada puede fallar. Pero claro, Mercurio está en retrogrado, todo lo que puede salir mal lo hará.

¿Por qué la Kena va a culpar a las brujas de su gato perdido? Nadie ha hablado de ellas en años, no desde que mi Abueli Artemisa se murió. La historia oficial es que el aquelarre que vivía en la casa 6 se desbandó después de esa fatídica noche de brujas del ’87 que tiñó de sangre el condominio y fue hasta noticia del Mercurio. Tres personas desaparecidas, una muerta, y cinco vecinos muy molestos.

Pero lo que no saben, es que los aquelarres no mueren. Solo tomamos otra forma. Nos separamos y volvemos a juntar años después cuando las sospechas no son nada más que rumores olvidados, palabras escuchadas en un sueño que no podemos recordar. Mi Abueli formó el aquelarre anterior, diciendo que lo mejor es esconderse en plena vista, y haciendo de su casa — la número 13 del condominio Las Amapolas — el nuevo centro de reuniones. Un espacio seguro donde las gruesas cortinas de terciopelo te envuelven en la oscuridad, y las velas con su suave olor a vainilla huelen a familia.

Si la Kena sabe que mantengo las juntas del aquelarre en mi casa, se me muere. Puede que no sea mi vecina favorita, pero es mi continua fuente de entretención. Todo el drama imaginario que arma es como tener una teleserie constante metida en el celular. Bueno, imaginario hasta cierto punto, ya que toda bruja moderna sabe como revolver el caldero — perdón, gallinero — de vez en cuando.

Necesito que la Kenita deje de inchar un rato. Entre mis libros de cocina encuentro el libro de hechizos de mi Abueli, pero estando corta de tiempo no voy a poder deshacerme completamente de ella, lo que sí puedo hacer es distraerla… Juntando las hierbas necesarias, prendo mis velas negras y manifiesto mis intenciones. Pienso en la Kena y en sus niñitas, tan hiperactivas que son ¡no se apagan nunca!, que se descontrolen un poco no va a ser extraño. Con el pequeño cuchillo que guardo junto a las hierbas hago un corte en mi mano, un pequeño sacrificio por un bien mayor. Dejo correr la sangre por mi palma hasta que hace contacto con el fuego, un aroma dulzón impregnando el aire.

Con eso fuera del camino, puedo seguir con las preparaciones para hoy en la noche, que esta vez me toman el doble del tiempo al tener una mano menos. Cada ruido me hace saltar, esperando a la junta de vecinos que me vengan a buscar para llevarme a la hoguera (o al psiquiátrico, supongo que depende de su estado de ánimo). Juntando velas, hierbas, y cristales, los dispongo tal como mi Abueli me enseñó.

A la mitad escucho rasguños en la puerta, mi señal para dejar entrar a la Vale. Gata porfiada que insiste que es gata arrabalera pero se pone a llorar si no le doy comida. Estoy segura que fue Porteña en su vida pasada. Pero no viene sola, la acompaña un gato chico y asustadizo. Al parecer la Colomba tenía razón, las brujas si se comerán a su gato.

La casa 6 del condominio Las Amapolas puede parecer sacada directo de una película de terror, con sus ventanas rotas que miran sin ver, unos ojos ciegos que observan la noche estrellada. Pero es la casa 13, con mi jardín ordenado y maceteros con hierbas en la entrada, la que esconde todos los secretos. Donde misteriosamente siempre llegan los gatos perdidos y los árboles extienden sus ramas para recibir a todas las hermanas que buscan compañía, o un poco de sangre fresca.

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Alexandra Swain

Chilean writer based in Brighton // Escritora chilena en Brighton